El
lobby, conocido también como gestión
de intereses, es la actividad por la que una persona natural o jurídica, con
determinados intereses, tratan de influir directamente, o a través de un
tercero, en las decisiones de las autoridades (ministros, alcaldes,
congresistas y otros funcionarios públicos con poder de decisión) con la
finalidad de orientarlas en determinado sentido.
El
lobby es una actividad legítima, sin
embargo, siempre se encuentra bajo sospecha porque, si se ejerce con
inmoralidad, es muy fácil concretar actos de corrupción como, por ejemplo,
cuando se ofrece dinero u otras prebendas a un funcionario a cambio de la adopción
de determinada decisión.
Tal
vez fue por esta razón que el Estado, en 2003, pretendió normar el ejercicio
del lobby a través de la Ley que
regula la gestión de intereses en la administración pública (Ley 28024) y su
respectivo reglamento (aprobado por Decreto Supremo 099-2003-PCM).
Pues
bien, ambas normas han sido inútiles, por decir lo menos. Y es que sus
disposiciones absurdas y mal direccionadas (con el peso de la regulación sobre
los gestores de intereses) no contribuyen a formalizar ni transparentar el lobby. Tan es así, que no nos
equivocamos si afirmamos que esta actividad, en el Perú, es una básicamente
informal y oscura.
En
efecto, los gestores de intereses “formales” son una minoría y se les puede catalogar
como formales únicamente porque están inscritos en el registro que prescribe la
ley, ya que es un hecho irrefutable que la mayoría de las gestiones que
realizan están fuera de las obligaciones que impone la misma, y ni que decir sobre
los actos de los gestores de intereses informales, que son el grueso de los que
se dedican a esta actividad, y mucho menos, acerca de la gestión de intereses efectuada
por los abogados, quienes, “macondianamente”, por disposición de la propia ley,
tienen carta libre para hacer lobby
al margen de esta.
Nos
preguntamos: ¿esta informalidad y oscuridad no son acaso un acicate para la
realización de actos de corrupción o, al menos, reñidos con la ética? Pues, no
cabe duda que sí.
En
consecuencia, lo que corresponde es reformar las normas que regulan el lobby para hacerla una actividad realmente
transparente.
Para
ello, no se debe poner la carga de la regulación en los gestores de intereses (quienes
parecen que se benefician o se sienten cómodos dentro de la informalidad y la
oscuridad de su actividad), como hace la ley actual, haciéndolos cumplir innumerables
formalidades, en lugar de ello, el peso de aquella debe estar en los
funcionarios públicos.
En
efecto, lo importante es que estos, bajo responsabilidad (administrativa o
penal), hagan públicos (o sea, transparentes) los actos de gestión de intereses
con los que se topan, el medio utilizado para el mismo (visita, correo
electrónico, etc.) y la decisión final que se adopte. Solo de esta manera el lobby podrá ser formal, transparente y
se colaborará su aceptabilidad social, es decir, lo alejará de la permanente sospecha.
Ahora
bien, hemos detectado dos propuestas legislativas dirigidas reformar la
regulación sobre la gestión de intereses, se trata de los proyectos de ley 1269
y 3833, de las bancadas PPC-APP y Dignidad y Democracia, respectivamente. Sobre
las mismas podemos decir que, lastimosamente, son más de lo mismo por lo que no
se podría hablar de una verdadera reforma. Sin embargo, el único aspecto
positivo de ambas propuestas es que incluyen a la gestión de intereses
realizada por abogados dentro de su marco normativo, es decir, lo tratan como
un lobby
común y corriente (como debe ser). Esperamos que el tema se debata y se
incorporen los ajustes necesarios.
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