Hace
años, los peruanos acostumbrábamos ir en familia al supermercado (“Se vende
solo un tarro de leche por persona”), traíamos como souvenir de viaje un kilo
de azúcar blanca, usábamos papel higiénico ‘calado’ y ‘texturizado’. Juntábamos
agua y poníamos velas por toda la casa.
Pero,
ahora, los peruanos nos hemos acostumbrado a aquello que acompaña tasas de
crecimiento de más del 6%: al empleo que generan los nuevos negocios en Lima y
fuera de ella. Nos hemos acostumbrado a que los productos importados estén a
nuestro alcance, aunque muchas veces prefiramos la calidad del producto
nacional. Nos llama la atención si sube el dólar, y ahorramos en soles. Nos
alarmamos ante la desaceleración del crecimiento o si Estados Unidos hace algo
que nos pudiera afectar… pero olvidamos mirarnos a nosotros mismos.
Muchas
instituciones funcionan bien: el BCR y el Ministerio de Economía son solo dos
de la lista de entidades estatales cuyos buenos profesionales resguardan
principios económicos, atienden necesidades urgentes o promueven la inversión.
Pero
no todo pinta así de bien. Reflexionando en torno a la importancia de las
instituciones, expuesta por Acemoglu y Robinson en Por qué fracasan las
naciones, resultan evidentes las trabas autogeneradas que impiden que nuestro
crecimiento pueda mantenerse y superar la pobreza: ¿Confiamos en el Poder
Judicial? ¿Nos ‘fajamos’ por la democracia? ¿Castigamos la corrupción? ¿Logra
el Gobierno que se cumplan las leyes? ¿La educación de los niños garantiza
oportunidades para mejores empleos?
Artículo extraído del diario Perú 21
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